sábado, 16 de mayo de 2020

En la cuerda de una cola



Lo confieso, no me gustan las colas. Siempre he criticado a esas personas que se pasan el día entero en ellas; claro, mi ignorancia no me dejaba ver que no es lo mismo una cola vista desde afuera, que sentirla desde adentro.  Pues me tocó el turno.
Más ecuánime no podía estar, una paz interior brotaba dentro de mí. Me  había preparado días antes como ese deportista de alto rendimiento en la espera de su competencia.


                                                           6.00 am.
¿El último?
-  Yo, soy yo.  Me responde una muchacha con una pamela muy llamativa y nasubuco amarillo, y, acto seguido,  me suelta: “conmigo van seis personas y voy detrás de aquel señor de camisa de cuadro que marcó para cinco”. Bueno, guiño  entre cejo y me resigno: ellos llegaron primero.
Echando un ojo, conté más o menos una veintena de personas en la cola y eso sin detenerme a pensar que además tenía que multiplicar por cada uno de ellos a varios acompañantes.
Pasada una hora ya me sentía aclimatado con la gente. Me había enterado de de lo que pasa en la ciudad: ¡Y eso que estamos de cuarentena!  Allí supe  dónde iban a sacar aseo, cuál es  la hora perfecta para marcar y poder alcanzar vianda en el mercado, que al pan de tal panadería le falta gramaje… en fin,  que no cabrían en estas líneas. También aprendí muchos consejos para que no se te cuelen gente.
A cada rato  me localizaba en tiempo y espacio: no perder de vista a las 5 personas que van delante es primordial y más si,  gracias a una ecuación matemática,  se convirtieron en 30.

domingo, 16 de junio de 2019

Mi viejo, Jorgito, el flautista y yo


Tuve la suerte de compartir con Jorgito una película que disfruté mucho,  hace décadas atrás, con mi padre. Y, para ser sincero,  mi hijo hizo ahora las mismas preguntas que yo le hiciera al viejo en aquel entonces.
Se trata  de El flautista contra los ninjas, un filme paquetero que fue furor en los años 80 y describe un tipo de Robin Hood coreano que lucha por la justicia de los pobres.  
Con mis poco más de diez años, mi padre me llevó una tarde al cine para ver la película  de una de las tantas tandas corridas que se proyectaban. Luces que se apagan, gritos y chiflidos de la muchachada, pantalla gigante que se enciende,  y ninjas corriendo a toda velocidad sobre el agua… para mí era todo un espectáculo.    
          
Con Jorgito, fue diferente. En la comodidad de la casa,  frente al televisor,  una que otra vez haciendo pausa para tomar agua, ir al baño o esclarecer alguna interrogante, al igual que hice yo años atrás, en el medio de una escena. ¿Qué es una concubina? ¿Cómo los ninjas pueden andar bajo tierra? ¿Es verdad que el flautista puede volar como un helicóptero? Sin contar la  exclamación, risa  y demás…. Papi no tuvo la suerte mía. Él contestaba sobre la marcha o me decía: “cuando se acabe la película te la contesto”; y ahí  iba yo,  a recordarle y él a explicarme y sacarme de dudas. 
     
Solo fuimos mi hijo y yo. Disfrutamos cada minuto de esta película de artes marciales como si fuera recién estrenada. Mis ojos brillaron  al verlo feliz y  recordar los ojos  luminosos de mi padre,  llenos de satisfacción después de la función
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Así es la vida, un ciclo. Y hoy, que el viejo ya no está, sucesos tan sencillos como ver una película  me lo devuelven desde el cariño, puedo sentirlo más cerca. Y, sobre todo, me hacen estar inmensamente orgulloso del hombre que fue. Ojalá, cuando el tiempo pase y transcurra otra ciclo, mi niño  sienta lo mismo.

lunes, 13 de agosto de 2018

El Caballo


Hubo una vez un caballo que no era como los demás. Y no solo porque ni el mismo viento podía alcanzarlo si se lanzaba al galope, ni porque el león en persona le cedía el paso si lo encontraba en la llanura. Ni porque fuese tan blanco como la nube más blanca desde el hocico hasta la cola magnifica. Por ninguna de estas cosas, sino por otras que ya se verán.
 
Cuando arreciaba la sequía, y el hambre y la sed comenzaban a rondar los flancos de la manada, era él quien hallaba el vallecito oculto con el riachuelo y un poco de pasto aún. Y era él quien quedaba de guardia, y el último en correr y beber.

Y cuando el tigre, enloquecido por su largo ayuno, se arrojaba sobre una madre y su potrillo, rezagadas, era él quien acudía como brotando del aire, y erguido en toda su belleza terrible deshacía bajo los cascos al traidor.

Y el agua, y la yerba, y las flores de los campos y, en fin, la vida misma, llegaron a quererlo tanto por lo mucho que él quería a los demás, que una noche se le acercaron en sueños y, acariciándolo, cada uno le regaló su secreto y le dejó en recuerdo una señal.

Donde lo besó el agua quedó una huella azul, y donde la yerba, una verde, y donde la vida, una roja, y así con todos los infinitos matices de las flores del valle y la montaña.

Y cuando se incorporó con el sol, y alertó a la manada, todos supieron que nunca habría un caballo como aquel.

Porque al trotar destellaba como una joya con los reflejos de mil colores diferentes. Sí, destellaba como el mismo sol.


Cuento de Eliseo Diego